Como Natalio Ruiz: “hacer el amor cada muerte de obispo…”(Sui Generis)
La canción de Sui Generis habla de Natalio Ruiz, un personaje intrascendente, de lentes y sombrero gris que pasó y vivió inadvertido por los demás, sin atreverse a pedir la mano de su enamorada “por miedo a esa tía con cara de harpía”. Natalio Ruiz fue prudente, nunca tomó más de lo que el médico indicó, siempre cuidó la forma por el qué dirán e hizo el amor cada muerte de obispo.
Cuando era joven y atleta recuerdo algunas divagaciones con otros amigos atletas. ¿Qué será eso de “hacer el amor cada muerte de obispo”? Para algunos era una señal de rebeldía, pero en realidad la rebeldía no calzaba con la personalidad de Natalio Ruiz. De pronto a alguien se le ocurrió que Natalio era casi célibe, pues los obispos nunca mueren, o nunca nos enteramos cuando mueren. Nos acostumbramos a verlos por tanto tiempo en el ejercicio de sus funciones que pareciera que fueran eternos.
Hoy la muerte de obispos acontece en forma masiva, metafóricamente hablando. Algunos mueren por no haber hecho el amor, otros por hacerlo mucho, de la manera y con las personas equivocadas. Y por cierto, el responsable de descubrir las claves que encerraba la letra de Sui Generis es un gran amigo que hoy es un gran sacerdote, de los buenos y de los de abajo.
Hace unos años atrás, el Papa Francisco aceptó la renuncia, entre otras, del Obispo de Valparaíso Gonzalo Duarte García de Cortázar. La renuncia del Obispo Duarte abrió nuevas aristas al caso de las acusaciones de abusos y acosos de parte de sacerdotes hacia seminaristas, niños e, incluso, otros sacerdotes. Se habló de abusos y acoso sexual, de poder y de conciencia. Nuevas aristas que transformaron la imagen de la Iglesia Católica en un polígono más que irregular.
Pero mirando esta situación con retrospectiva, claramente aparecen muchas más víctimas que lo que manifiestan los denunciantes. Por cierto que las principales son las víctimas directas, que han debido cargar por años su cruz, llevando una corona de espinas que ha llenado de llagas sus espíritus y corazones. Sin embargo hay otras víctimas, silenciosas, distantes, indirectas e inconscientes del daño recibido, que al volver la vista atrás ven un pasado que creyeron dorado convertido en un recuerdo lleno de mentiras y engaños, donde sus mentes, sueños y deseos fueron manipulados y moldeados, más que en la causa de la fe y del amor a Cristo, en pro de la construcción de un ideal de hombre que corresponde a estructuras culturales profundamente cuestionadas.
Yo me siento uno de ellos.
Fui educado al amparo de la congregación de los Sagrados Corazones, en el colegio de los Padres Franceses de Viña del Mar. Tuve al Obispo Duarte, en esos entonces el Padre Gonzalo, como profesor, rector, capellán de los scouts, director espiritual y amigo. Recibí sus enseñanzas, consejos y reprimendas, me visitó cuando estuve enfermo y me apoyó en momentos difíciles. Jamás sentí nada parecido a abuso o acoso, aunque siendo honesto recuerdo que su autoridad firme y estricta provocaba más de algún miedo o temor.
Pero, mirando hacia atrás y desempolvando los recuerdos de la sala de clases, sus palabras y lecciones de ayer hoy suenan sospechosas. En su rol de profesor de religión el Padre Gonzalo también ejercía la atribución de darnos clases de educación sexual. Y aunque suene raro, por su condición de sacerdote, éstas eran recibidas con aceptación y complicidad por los alumnos. Había una frase que él siempre decía para advertirnos de los cuidados que debíamos tener ante las tentaciones carnales, especialmente frente a la polola. Cuando la temperatura subía, nos decía, teníamos que “amarrarnos la diuca con un alambre y el pantalón con un riel…”. Así evitaríamos caer en el pecado de no llegar virgen al matrimonio y, peor aún, embarazar a la polola y cagarnos la vida. Por cierto que esa frasecita provocaba múltiples risas y sonrojos entre nosotros.
«Cuando la temperatura subía, nos decía, teníamos que “amarrarnos la diuca con un alambre y el pantalón con un riel…”. Así evitaríamos caer en el pecado de no llegar virgen al matrimonio y, peor aún, embarazar a la polola y cagarnos la vida».
Es aquí donde estos recuerdos se hacen sospechosos, donde las lecciones y enseñanzas parecen haber tenido consecuencias nefastas y donde el modelamiento de las consciencias ha llevado a muchas generaciones de jóvenes a desarrollar una mentalidad retrógrada y machista, autoritaria, dominante e intolerante ante la diferencia, lo otro y cualquier cosa que esté fuera de norma.
En un colegio de hombres, dirigido por curas, con una mayoría de profesores hombres también, esa lección de sexualidad y de moral sexual caricaturizada en la frase antes señalada, trae como consecuencia no solo el sentimiento de culpa y represión frente al sexo, sino una discriminación social frente a la mujer de marcados tintes clasistas. Por cierto que en una primera lectura, la advertencia “amarrarse la diuca con un alambre y el pantalón con un riel”, nos lleva a entender que ante la tentación de caer en falta y en pecado con la polola es mejor la masturbación, para no manchar el camino hacia el santo sacramento del matrimonio ni la honra de la polola. Pero, y aquí está la consecuencia más nefasta, en ese ambiente cargado de testosterona, una segunda lectura nos llevaba a interpretar otro tipo de solución: si tanto es la calentura para eso están las putas, o las “chulas” del liceo.
Macabro y clasista, machista y patriarcal, dominación pura sobre la mujer, pero sobre esa mujer de condición inferior, de menor clase, aquella fácil de olvidar o de solucionar el problema. Por “chulas”, como se podrá inferir, se entiende jóvenes como uno pero de clase social baja, fácil de conquistar para un muchacho de colegio particular, o de engatusar para luego desechar. De allí la expresión, tan típica de los ochenta, de “salir a chulear”. Es cierto que, al menos públicamente, creo que ni yo ni nadie jamás escuchamos del Padre Gonzalo ni de otro sacerdote o profesor semejante consejo. Sin embargo, sí recuerdo la insistencia en el respeto por “la polola”, más aún cuando en general eran señoritas de bien y de buenas familias, como si con alguna “no polola” el respeto no fuera necesario.
Por “chulas”, como se podrá inferir, se entiende jóvenes como uno pero de clase social baja, fácil de conquistar para un muchacho de colegio particular, o de engatusar para luego desechar. De allí la expresión, tan típica de los ochenta, de “salir a chulear”.
En ese contexto nos formamos y educamos muchos jóvenes. Doce años de vida escolar entre hombres, para continuar después estudiando carreras, por lo general, de hombres y en universidades de hombres, o seguir en las fuerzas armadas entre puros hombres. Recibimos instrucciones y órdenes de hombres, tuvimos jefes hombres y luego nos fuimos convirtiendo en jefes de otros hombres. Sin duda que en el camino muchos habremos experimentado algún tipo de reeducación al enfrentarnos a la otra mitad de la humanidad; o habremos desaprendido aquellas sórdidas lecciones que llevan a creer que nuestro destino en la sociedad era ser, como hombres, jefes de hogar y de familia, líderes o conductores de la sociedad, verdaderos patriarcas.
En tiempos de movimientos sociales feministas, que no sólo exigen más derechos e igualdad de género, sino que un cambio de paradigma en las estructuras de la sociedad, aún hay muchas víctimas silenciosas e inconscientes, hombres y mujeres educados en colegios de iglesia, particulares, de élite, que recibieron una formación valórica y ética basada en roles claramente diferenciados, aceptando sin mayores cuestionamientos la función y posición que a cada uno corresponde. En esas víctimas está implantada la intolerancia y el miedo al cambio y la discriminación naturalizada. No es raro ni mera coincidencia que el movimiento feminista venga a la cola de la crisis de la Iglesia Católica y que las formas de manifestarse se expresen en relación a los abusos sexuales cometidos por curas, jefes, profesores o compañeros. Pues pareciera que detrás del sexo está toda una forma de comunicarnos y relacionarnos que ha convertido a hombres y mujeres en dominadores y dominadas.
«Doce años de vida escolar entre hombres, para continuar después estudiando carreras, por lo general, de hombres y en universidades de hombres, o seguir en las fuerzas armadas entre puros hombres. Recibimos instrucciones y órdenes de hombres, tuvimos jefes hombres y luego nos fuimos convirtiendo en jefes de otros hombres»
Son, o somos, generaciones de hombres influenciados por una educación sexista y machista; generaciones que llamo víctimas silenciosas, pero que no se justifican en esa victimización. Por el contrario, la libertad de pensamiento y la independencia personal ha permitido a algunos a enmendar el destino trazado, aunque muchos sigan absortos y consecuentemente en sus caminos. Víctimas unos y otros al fin y al cabo, pues la educación, los consejos de algún cura y el rol arquetípico que se nos implantó en la etapa escolar no es algo ingenuo e inocente. Víctimas que no acuso, pero que al develar estos recuerdos y testimonios dejan en evidencia a los victimarios.
A más de treinta años de haber salido del colegio tengo la convicción absoluta que haberse «amarrado la diuca con un alambre y el pantalón con un riel» no ha hecho otra cosa que perpetuar el patriarcado a través de una educación sexista y clasista disfrazada de valores y de una moral anquilosada en intereses de sometimiento y dominio que ya han causado demasiado daño. Lo que ayer haya sido un privilegio no significa que haya sido lo correcto. Sin embargo, a pesar de las verdades de hoy, seguimos conviviendo y cohabitando en el mismo tiempo y en el mismo espacio, y no habrá entendimiento ni respeto mientras no conversemos, en el más puro sentido etimológico de la palabra conversar, que no es otra cosa que dar vueltas juntos.