El color de las llamas me rodea con brazos firmes iluminando cada parte de mi cuerpo. Frente a mí no hay una chimenea ni una fogata, en cambio se extiende una prisión, mi prisión. Que por tantos años me tuvo retenida a la espera de mi liberación.
Así resplandece la mansión de mis recuerdos, grande, gloriosa y por sobre todo brillante. Su luz me encandila pero me es imposible apartar la mirada. Su calor me cocina la piel de manera lenta y casi tortuosa, pero aún así no puedo dar un paso atrás.
Me acostumbré al dolor, justo como ahora. Puedo superarlo si tan solo resisto un poco más. Me quedo esperando, admirando como las llamas consumen lo que en algún momento fue mi hogar.
Una corona de cenizas decora mi cabello, el color de las llamas pinta mi vestido blanco de los más hermosos tonos anaranjados.
Al ver mi reflejo en las ventanas no puedo evitar sonreir, reir y permitirme ser feliz.
Soy libre, pensé.
Los árboles crepitan a mis espaldas, el sonido de las cuerdas deshaciéndose en aquel árbol de mi niñez invade mis recuerdos.
Mi madre, hermosa cómo quien quisiera, con su bello vestido y cabello largo hasta las caderas. Jugaba conmigo, con sus largas manos decoradas de rojo mientras me columpiaba rozando mi espalda, con cariño, con cuidado.
Si la vida me adorase un poco más, aquel recuerdo hubiera perdurado. Si la vida me amase un poco, el rojo de sus manos se hubiera mantenido allí y no incrustado en mi piel. Si la vida me quisiera, aunque sea una pizca, mi madre nunca me habría golpeado.
Así que, cuando el olor a gasolina invade mis fosas nasales, y el sonido de esas largas manos tratando de escapar por fin se detiene, nada puede impedir que una última y nueva sonrisa me invada el rostro.