El caudal del río bajó, tanto bajó, que dejó al descubierto el barro y en él pequeños cardúmenes de peces chicos, insistentes de sobrevivir en charcos. Así como también los descuidos del hombre: latas, botellas enterradas, una parrilla vieja, innumerables plásticos que se veían en la superficie y probablemente también se componían en lo profundo.
Ellos estaban en el muelle, hundiendo un imán de neodimio. Se divertían. Tres veces me llamaron para que desatascara la soga de las piedras y los fierros clavados de antaño.
Les prohibí bajar a las “estrías de la tierra”, como uno de ellos llamó al estiaje, ya que era muy peligroso y al menos terminarían con los pies enterrados y gritando los dos. Tal vez los tres. Me incluyo.
La gente había desistido de pescar desde la costa, los que podían embarcaban a los parajes más sustanciosos de peces gordos, por lo general guiados por algún experto en excursiones, en aquella época, como en tantas otras el que no corría, volaba.
El mismo club estaba desierto. Los únicos que nos quedamos esa tarde fuimos los que teníamos cabañas en el predio, hijos curiosos e inagotables y ganas de ver el eclipse. Yo era todas esas.
-Mamá- gritó Lucho, cuando con una sonrisa blanca de dientes de leche, sacó del agua marrón oscura un encendedor de metal totalmente oxidado. Lo miré con una mezcla de ternura y desaprobación. Mi niño naturaleza, un explorador empedernido. Los ojos claritos le brillaban con la resolana del sol. Convenció a su hermano de que encontrarían grandes tesoros y satisfecho me miraba, como diciendo «te lo dije» . Le saqué la lengua, para que se encuentre con mi complicidad abrazando sus logros. Volvió a sonreír.
Manu tenía la panza sobre las tarimas viejas del muelle y miraba hacia abajo intentando divisar algo más. “Si sale un cangrejo me voy a la mierda” le advirtió a su hermano.
Tenían puestos guantes de tela para protegerse las manos, le quedaban grandes, que se salpicaran las piernas no pude evitarlo.
-Vayan bajando- les grité- nos bañamos y volvemos a la playita a merendar- El eterno “ahora vamos” salió de sus labios casi al mismo tiempo.
Resignada acepté esperarlos, evidentemente algún movimiento habré hecho con las manos porque Manu dijo “no te enojes mami”. Los miraba y no podía evitar recordarme a su edad, en el mismo muelle, cautivada por la dinámica fluvial.
Aprendiendo de sábalos, dorados, bogas, manduvíes y viejas del agua, con mi padre, quien gustaba de la pesca como nadie. Sacrificando lombrices, enhebrando el anélido en el anzuelo con precisión exacta. Pensaba en los años dulces de mi infancia, en la naturaleza escoltando mis andanzas, y de testigos aquellos páramos. Tal vez con anemoia, porque levanté la cabeza y los dos me miraba con un gesto confundido.
-Lucho hundilo acá- dijo Manuel señalando unas piedras cubiertas de verdín y camalotes estancados que bordeaban el canal pantanoso. –Y después me toca a mí-
Al tocar lo que parecía el fondo, desde arriba divisaron colores, tanzas y destellos brillosos. -Se me cae- dijo Lucio solicitando mi ayuda. Cerré el libro que intentaba leer y sin ánimos de retomar la lectura lo guardé en el bolso.
Sumergimos el imán capaz de levantar treinta kg, que había comprado hacía siete años, antes de quedar embarazada de ellos, con intención de poder ocuparlo en momentos de ocio que nunca volví a tener.
-Ay mami una campanita- dijeron casi al unísono, (solían tener esas reacciones en conjunto, ok pero no me sorprendía tanto, dicen que los mellizos son así). Maté un mosquito que cargoso volaba cerca de mis oídos y pensé ¿Cómo desenredo esto?. Anzuelos, plomadas, mosquetones varios, boyas de diferentes tamaños naranjas, amarillas y verdes. Tanza, muchísima tanza. Y un señuelo nuevo atado con el cordón más sano de esa maraña imposible.
-Ay mami una campanita- dijeron casi al unísono, (solían tener esas reacciones en conjunto, ok pero no me sorprendía tanto, dicen que los mellizos son así).
Manu con sus dedos rápidos y largos había manoteado el pequeño cencerro desenganchándolo de aquel lío. «Es mío, yo dije de sumergir el coso acá» Me detuve en las manos de mi hijo, pequeñas e inocentes. Mi mente se desprendió lentamente de la realidad en un flashback. El recuerdo vívido de aquel día primaveral de noviembre me acometió, dejándome boquiabierta y completamente atónita a lo que estaba viendo.
¿Qué te pasa má? Preguntaron ambos al ver que mi expresión mostraba algo que no era común en mis reacciones. -Vengan, vamos a sentarnos en la arena- propuse.
Ustedes no me lo van a creer hijos, pero esta campanita es de su abuelo, se me cayó a mí al agua hace trece años. Lucio fue el primero en desconfiar, Manuel lo miró extrañado. Es más, miren adentro y fíjense si está grabada, pero no me digan que dice, yo les digo. Los dos buscaron con detenimiento y antes que alzaran la vista para confirmar que sí estaba marcada. – Tiene una letra G, la G de»Gerardo»- les dije.
Ustedes no me lo van a creer hijos, pero esta campanita es de su abuelo, se me cayó a mí al agua hace trece años.
Ambos seguían mirándome dudosos, acostumbrados a mis historias bolaceras, no tenía mucha credibilidad.
Decidí profundizar más en aquel día, en mi descuido de dejar caer al agua la reliquia de su abuelo. Qué tropecé en el mismo muelle donde ellos jugaban con el imán y también tiré el balde de carnada. En qué busqué algo con qué sustituirla y compensar mi falta, y el discurso de disculpa que inventé para justificar mi accionar. Qué su abuelo no se enojó demasiado, pero le dio tristeza.
Poco a poco su expresión iba cambiando y en cada palabra miraban el objeto como un verdadero tesoro.
¡El abuelo se va a poner feliz! Dijo Manu.
Como me gustaría volver en el tiempo y evitar que se cayera, mamá. Ahora está toda oxidada- reflexionó Lucio.
Creo que aunque se pudiera, no sería lo más conveniente, hijos.
¿Por qué mamá?, estaría «re copado».
Sí mi amor, pero aunque se pudiera cambiar el pasado, cambiaría el futuro también. Te explico por qué: viajar al pasado resulta tentador y fascinante, ya que nos brinda la posibilidad de corregir errores, (como lo que pasó con la campana) cambiar decisiones o incluso revivir momentos felices. Sin embargo, si nos paramos a reflexionar, podemos darnos cuenta de las graves consecuencias que esto podría acarrear.
Podríamos querer evitar una pérdida personal, pero a costa de modificar las vidas de las personas a nuestro alrededor y romper el equilibrio natural de las cosas.
Además, el pasado es nuestra línea de tiempo actualizada y con todas las experiencias, aprendizajes y cambios que hemos experimentado. Si alteramos eventos pasados, podríamos perder valiosas lecciones y crecimientos que han forjado a la persona que somos en el presente. Es posible que no seamos capaces de valorar nuestros logros y superaciones si no hemos experimentado las dificultades que nos llevaron a ellas.
El pasado es nuestra línea de tiempo actualizada y con todas las experiencias, aprendizajes y cambios que hemos experimentado. Si alteramos eventos pasados, podríamos perder valiosas lecciones y crecimientos que han forjado a la persona que somos en el presente.
Asimismo, viajar al pasado y alterar eventos puede traer consecuencias éticas significativas. ¿Tenemos derecho a jugar con la vida y los caminos de los demás? ¿Es justo para las personas afectadas que se les cambie su destino por nuestras propias visiones de lo que es correcto? No podemos ser jueces y verdugos de la realidad, y mucho menos manipularla a nuestro antojo.
¿Qué es verdugo?, preguntaron. ¿Qué es ética?
Reflexioné y decidí guardar esos detalles para mí misma, dejándole a ellos esa pequeña dosis de magia que solo la infancia puede entender. -Más tarde les explico, solo quiero que sepan que el pasado de cada uno es valioso, con todas sus luces y sombras, debemos aceptarlo siempre- Ambos escuchaban con detenimiento y se miraron entre sí.
Entendieron que hablaba en serio. Nos levantamos de la arena y la conversación siguió mientras nos dirigíamos a la cabaña.
– Pero imagínate que se pudiera viajar en el tiempo, podríamos mirar mamá, sin hacer ni tocar nada- propusieron- Sí, estaría buenísimo-. Sus mentes maravillosas y creativas hacían, entre innumerables virtudes, que me sienta orgullosa de ellos. Se ducharon y preparé la merienda.
Bajamos a la playa nuevamente para observar el fenómeno astronómico del año, un eclipse que los expertos habían llamado “el faro”. El reloj marcaba las dieciséis horas, mis chicos ansiosos habían cronometrado el momento. El día se oscurecía lentamente. Lucho había llevado unos binoculares además de los lentes de sol obligatorios, “por las dudas que no se vea” me dijo en casa. Su inocencia me hablaba en un lenguaje que los dos entendíamos.
Luego de unos segundos una misteriosa aura impregnó el ambiente. Un destello dorado iluminó los dedos de Manuel, que, aunque estaba tomando una chocolatada apretaba fuerte su hallazgo, sin soltarlo. Lo sentí susurrar con los ojos cerrados, estaba claro que pedía un deseo. Lucio que había buscado mi mano para sentirse seguro, también lo agarró a él en su instinto protector.
Una vez que el eclipse alcanzó su máximo esplendor, la campanita sin que ellos la agitaran comenzó a emitir un tintineo suave.
En ese preciso segundo, el tiempo, la realidad misma pareció detenerse. Nos miramos perplejos, el agua baja del río manso, las hojas de los sauces llorones y otras personas allí presentes estaban inmóviles. Sentimos un suave cosquilleo y luces de distintos colores que nos mareaban al mirarlas.
Seguido sentimos un viento cálido, como los que cuentan que se avecina una tormenta, nos impregnaba los poros y se metía dentro de nuestra piel disolviéndonos como humo. Efectivamente sí, nos estábamos difuminando. -No tengan miedo, vamos a estar bien- les pedí con el corazón desbocado en el pecho. Mami fue sin querer- sentí que dijo Manu con la voz cortada por un llanto atragantado.
¿El qué? Pregunté.
-Yo pedí un deseo- Lo miré a los ojos y vi su angustia hablándome fuerte y claro, sentí su piel tratando de abrazarme, pero sin poder evitarlo sentí que ya no lo escuchaba más.
Abrí los ojos de nuevo y sentí vértigo, igual que cuando se camina en una superficie inestable, intenté ponerme de pie, pero quedé sentada en la arena detrás de un árbol viejo sin posibilidad de moverme.
Los llamé vociferando sus nombres con todas mis fuerzas, al ver que los dos seguían caminando hacia al muelle, pero me ignoraban. Intentaba advertirles que el agua había subido de repente.
Los vi deteniéndose observaundo a dos personas que estaban pescando. Ni Lucio, ni Manuel se dieron vuelta para buscarme. Solo miraban hacia adelante.
“Mamá” murmuró Lucio señalando a la mujer de la caña naranja. ¡Es mamá!
Me quedé estática.
En ese muelle pintado de azul recientemente estaba yo, más bien una versión bastante más joven de mí, pescando con un amigo, que recordé perfectamente en ese instante me dijo: “No Flor, no le hagas señas que van a subir, quiero estar tranquilo refiriéndose a ese par de curiosos que nos miraban desde abajo.
Estaba viviendo un déjá vu, mi mente había desbloqueado el recuerdo. Ese doce de noviembre de dos mil dieciséis estaba de pesca con Gaspar cuando vi a los nenes que nos miraban desde abajo y al querer ser amable, los saludé con un tintineo. La campana se cayó al agua, el caudal del río la escondió enseguida.
No pude terminar de desprender el recuerdo de la mente, que veo la escena con mis propios ojos y de nuevo el cosquilleo, las luces y el viento penetrándome la piel .
Cuando abrí los ojos estábamos los tres juntos, nos abrazamos.
El sol se ocultaba en el horizonte pintando las nubes como una acuarela.
Me miraban sin pestañear con la emoción aun palpable en el aire y sin saber qué decir. Nos quedamos callados, disfrutando de lo increíble e impensado, hasta que Lucho rompió la quietud con una afirmación
-Mamá Gaby no nos va a creer-
-No creo hijo-le dije, esbozando una sonrisa.
Nos reímos a carcajadas, prometimos guardar el secreto y devolver la campanita al abuelo Gerardo.