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Cuando se corrió el rumor del nuevo vecino, yo ya estaba viviendo en mi casa. Aunque tiempo después me enteré de que en realidad habíamos llegado los dos juntos. No me había percatado de su presencia hasta que él me saludó por primera vez.

Era silencioso. Yo escuchaba que la gente se preguntaba con cierta preocupación: «¿Entrarán los dos?» Siempre opinaban, con más frecuencia de manera irrelevante, y a eso nos tuvimos que acostumbrar, bueno, hasta cierto punto…

No podrían mejorar nada (aunque nuestro hogar era inmejorable), así que todos aquí, honestamente, hicimos oídos sordos. No me quiero ir por las ramas porque quiero contarles otra cosa.

Los días transcurrieron bajo el agua cálida, donde yo nadaba todo el día, nunca me quedaba quieto. Con el tiempo, descubrí que si apoyaba los pies en la pared, tomaba impulso y me iba hacia arriba. Me agarraba las piernas con las manos y me ponía a flotar como los astronautas en el espacio. Eso lo aprendí después.

Descansaba con las manos por debajo de la cabeza, mirando hacia arriba e imaginando el cielo que descubriría luego, los días de sol y de lluvia, los que tanto me contaban las voces que afuera nos hablaban lindo.

A veces me asustaba cuando todo se sacudía, pero enseguida el temblor paraba y de nuevo me ponía a jugar. Yo disfrutaba todo el tiempo. Si mi vecino habló con ustedes y les dijo que yo nunca me quedaba quieto, es cierto. Es que no había tiempo que perder.

Como si lo supiera de alguna manera después, estuvimos bastante apretados y tuve que guardarme las ganas de seguir jugando.

Esa mañana que dejamos nuestra casa pasó algo bien raro. Estaba hablando con mi vecino (con el pensamiento porque entre la pared de gelatina y el agua no podíamos escucharnos… sí podíamos hacer eso) y empecé a sentir un tambor que sonaba muy fuerte y rápido. Lo percibía tan cerca que me asusté, me di vuelta y miré hacia arriba, pero todo estaba rosado e imperceptible. Ya hace tiempo que no podía divisar ninguna cosa.

Empecé a patear como loco y sentí el peso de una caricia que me pedía que espere un ratito más. ¿Pero esperar qué? El tambor dejó de sonar, el tambor se llamaba taquicardia. Extraño nombre para un tambor.

Después de unos minutos, sentí un perfume que venía hacia mí y cubría todo como una espesa bruma. Me quedé quieto y pude ver a mi hermano que me miraba tratando de transmitirme confianza. Ese tipo me cuidaba y me cuidaría toda la vida, los dos lo sabíamos.

Hasta que de pronto dejé de verlo, lo busqué y me moví con todas mis fuerzas para ver dónde estaba, hasta que de repente me habló: «Manu, llegó el día de nacer, ahora te van a buscar a vos». A lo que yo respondí, cagado de miedo: «Bueno, avisales a mami y mami que ahí voy».

Y cuando pensé eso, se ve que lo hice en voz alta porque abrí la boca y tragué agua. Unos segundos después, estaba mirando hacia el exterior, escupiendo lo que me había tragado. ¡Qué manera de nacer! Más tarde, la gente haría bromas diciendo que soy bien hijo de mi mamá Flor. Me agarré fuerte a mis brazos porque, encima, mirá si me caía. Tenía frío, pero me taparon enseguida.

Igual lloré.

No escuché todo lo que decían esas personas que me miraban tanto porque solo te buscaba a vos, Lucho. Hasta que al fin te encontré en el pecho de mami. Mami, nuestra primera casa calentita. Escoltada por mamá, la de las manos suaves, que nos miraba enternecida y nos repartía mimos a los tres.

Ahora sí, estábamos abrazados al fin. Te miré largo y tendido, lloramos fuerte un rato. Había que procesar tantas emociones…

Hicimos la promesa más importante de la vida: que empezábamos los dos de la mano, juntos para siempre.

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