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Cada jueves por la tarde, cuando el sol teñía las nubes de los más hermosos colores rosas y anaranjados, el sonido del bastón retumbaba por la cafetería al mismo paso lento y suave al igual que los últimos setenta años.

La señora Rosa, apodada así por el dije dorado que siempre lleva consigo en su corto y regordete cuello, se sienta en su mesa, ordena un té verde con dos sobres de azúcar y una deliciosa rebanada de pastel de vainilla relleno de las más frescas moras y frutos rojos.

Luego de tantos años asistiendo al mismo lugar, podría decirse que se ha vuelto suyo, y el personal lo tiene tan claro que se asegura de que nadie se siente en la silla de la dama incluso diez minutos antes de las seis de la tarde, su horario habitual.

Al llegar, saluda con una sonrisa, como siempre. Rodea las estanterías por el mismo camino que ha recorrido las últimas décadas, pero con una expresión impregnada en su rostro, como si fuera la primera vez que viera las miles de novelas que se extienden frente a ella. Adora cada historia, y el cómo es capaz de sumergirse en cada mundo con tan solo unas palabras escritas en una simple hoja de papel es… mágico.

La inocencia que revelan sus ojos logra endulzar el día del personal cada vez. Les encanta que venga con su dulce sonrisa y sus típicas frases de “abuelita” que hacen que hasta el hombre más amargado sonría sin remedio. Es un don, según dicen.

Aun así, ¿quién imaginaría que a pesar de verla y saludarla tantas veces al año, no conozcan casi nada de su vida? Muy pocos conocen su nombre, menos su historia. Contadas con los dedos son las personas que saben que en su corazón vive un amor ardiente y profundo, pero que se ha extinguido por la guerra hace casi medio siglo.

Tan solo el padre del propietario del café conoce al hombre dueño de sus sonrisas y deseos, que por más de dos décadas la acompañó a su café favorito para hablar de flores y música. Él recuerda a la pareja, remontándose a cuando tan solo era un niño la primera vez que los conoció. El negocio era de su padre en aquel entonces, y recuerda cómo la mirada de ambos se conectaba de tal manera que pensó: si un amor no se ve así, entonces no vale la pena.

Con el paso del tiempo, el pequeño niño se hizo amigo de ambos. Le contaban grandes historias, fantasiosas la gran mayoría, de enormes dinosaurios, castillos y caballeros. Pero sus favoritas siempre fueron las de fantasmas y casas embrujadas.

Un día, del que casi no tiene memorias, la chica llegó sola al café. Curioso, fue a preguntar dónde estaba su amigo contador de cuentos. Nada se compara con la tristeza que vio reflejada en los ojos de la señorita ese día.

Le hizo sentarse junto a ella y comenzó una nueva historia. De un valiente hombre, que luchaba con los más temidos guerreros siempre a pedido del rey. Nunca fue vencido, era una leyenda, con un corazón bondadoso y honrado, hasta que un día el caballero fue derrotado. Nunca se volvió a saber de él. Unos dicen que desapareció, y otros que se enfrentó a algo tan grande que no tuvo oportunidad de ganar, menos de escapar.

El niño, aunque era pequeño, comprendió todo. Así que tan solo rodeó a su amiga con sus pequeños brazos y escuchó el gran suspiro que se escapaba de sus labios.

Los años han continuado, y Rosa nunca dejó de ir a la cafetería. Aún espera a su amado, aunque sabe que es imposible que vuelva, después de todo, las historias de fantasmas son solo eso, una fantasía creada para que los niños pequeños se vayan temprano a la cama.

Pero en su corazón aún alberga la esperanza de que él cumpla su promesa. Que regrese a comer aquel pastel de moras que tanto adoraba ordenar junto a ella cada jueves por la tarde, cuando el sol llegaba de una manera perfecta por las ventanas de su tan amada cafetería. Incluso en días lluviosos, cuando todo estaba gris, siempre iban sin falta. Hasta la guerra.

Ahora, en su dije vive el recuerdo del amor de su vida, y aunque ella no lo vea y no crea en las tan temidas historias de fantasmas, la silla que queda junto a ella nunca ha estado vacía, pues en ella se encuentra él cada día, esperando cada jueves a las seis poder verla a ella, a su amada, apreciándola cada vez un poquito más, hasta que en la muerte por fin se puedan reencontrar.

 

Revista Para Conversar

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