Amanecía para ti. Te estiraste y otro de los enmarañados suspiros de tu rostro se regó, como savia vitæ, de gris, de rosa y amarillo entramado, sobre el costado del cuerpo de uno de los amantes de turno que compartían tu cama. Esa labrada con piel humana, con hilo de araña, con sangre, con tafetán y oro.
Fuiste cuidadoso, y como no. No quedaría un solo hilo fuera de lugar.
Fuiste cuidadoso, cordial, tenue, pero te atreviste a tanto que diste a luz a otros de acérrimas beldades.
Por esto el dios de fatales edades, que parió una cósmica vagina y que vino a este universo de mínimas dimensiones desde el cuerpo de una virgen, quedó impresionado con tu gracia divina. Y te hizo el amor, y jugó a un juego retorcido de piedra, papel y tijeras contigo hasta que no hubo nada más para ti. Solía visitarte y desnudarte, tal y como tú mismo te desnudabas ante los muñecos de trapo en los que convertías a quienes quedaban prendados de ti.
Príncipe travieso.
Príncipe inaudito.
Príncipe de inevitables tormentos.
Tu dios no hacía más que reverenciarte. Aparecías y desaparecías entre la inmundicia y suciedad que colmaba a todo lo que conocías. Calmado, como una vertiente de osadías que no cesaban de existir. Todo venido de marginados y desahuciados.
Viviste para dirigir un imperio de almas, sudores y lágrimas; sin embargo, viviste siempre por y para ti. Por ti, el del Circo de los Árboles Ahorcados, el Murrún, como la atracción principal. A ti te amaron más que a mí. En él fuiste y eres el Uno, el Alfa, el Omega, el demasiados de tan pocos, que ríe, que llora, que fornica ante las reacciones que arrancas de la tempestad. De los placeres de la carne, las macizas ilusiones que acarician las estrellas para el perdón de sus nauseabundos pecados.
“Hoy fui un payaso coronado, mañana seré una de tus bestias. Pasado mañana seré tu bailarina. Quién sabe si así logre ganarme un puesto entre una de tus tantas putas tristes.”
«Hoy fui un payaso coronado, mañana seré una de tus bestias. Pasado mañana seré tu bailarina.»
Me dijiste cual un ánima del purgatorio clamando por descanso.
El rímel descorrido de tu rostro no hacía más que avivar las maromas de tus dueños. Tú, con los labios pintados de rojo, que no hacían más que socavar en las estatuas que te descubrían día a día, tarde a tarde, noche a noche. Esas que siempre pujaban por tenerte por un puñado de monedas. Esas que contemplaban absortas tu obra.
Entonces lanzaste la arena que tomaste del suelo del circo a mi rostro, pero ahí, ante mí, te sostenían del cabello para que vomitaras los colores de tu estómago; tú, preñado por el más sórdido de los caballeros. Por las estatuas, las faenas de sus nombres.
Entonces gritaste. Me abofeteaste, me escupiste y me instaste a pedirte perdón por haberte puesto en esa encrucijada. Cuerpo de mi cuerpo, carne de mi carne. Dulzura de mis sueños en el que me veo reflejado. No sé cómo, pero lo hice. Yo te puse en una jaula de amaneceres y atardeceres, y en cambio, tú me reventaste el rostro a dentelladas; juraste que me matarías si no me mostraba para enjuiciar a los que tanto te moldeaban como arcilla.
A los que tú, y solo tú, clamabas misericordia.
“¿Por qué no puedo ser tú? ¿Tanta rabia me tienes? ¡Contéstame!”
Me tomaste del cuello a través del espejo. Me ahorcaste hasta que mis ojos se vieron inyectados de sangre. Yo vivía del otro lado del espejo, donde era tú en cuerpo. Nuestras almas, en cambio, tenían otros números decodificados. También teníamos una matriz diversa pero indistinta para albergar todos nuestros sueños más excelsos.
Y los sueños de vagabundos, de reyes caídos. De otros dioses que no eran como tu dios elegido. También eras bruma, eras sol, eras centella, eras heraldos, eras el honor de todos ellos, cuando los descosías y cosías a tu conveniencia.
Tuviste muchos muñecos de trapo. Mamaste el miembro de muchas estatuas. Fuiste preñado al cantar cuando fuiste cantante, y yo, desde el recuadro transparente en el que escribías tus canciones, tus frases inconexas, tus anagramas con los colores de tu ser, me entretenía con el anhelo de poderte resguardar. Porque yo era también príncipe, uno que tenía un palacio propio y que yacía sobre una cama en la que me masturbaba al amparo de tu nombre.
Después de todo, somos una mustia separada al nacer. Vestida de asno, lobo y cordero. Nuestros pasos nos guían al calor de un lecho firme, nos anunciamos entre bebidas, en los instantes de pasión que se prodigan en el circo; intercambiamos lugares pese a nuestras realidades y, en cada una, somos adorados por los más osados que escrutan el lado oculto de nuestro espejo más amado. Que lo tienen a él por amante y a mí como el que juzga todas sus hazañas.
Hoy oramos muchas veces, con la mudez de nuestros reflexivos alabeos, ante el altar de nuestro dios. Jamás dejamos entrever nuestro secreto: que somos uno siendo muchos. Muchos rostros, porque máscaras de indudables augurios nos visten. Él es la cruda noche y yo soy el implacable día. Nacidos de la burla de un precario rey hacia una bruja, ella tejida con cabellos, herida en doble corazón con cuchillos; sepultada en un palacio de nieves eternas.
«Somos uno siendo muchos. Muchos rostros, porque máscaras de indudables augurios nos visten.»
Ambos somos príncipe y mendigo con justa razón. Venidos de una balada de por siempre y nunca jamás. Del por siempre y para siempre.
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