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Fui criado con mucho miedo. Desde pequeño aprendí que el mundo era un lugar al cual temer. Tenía miedo de salir de casa. Desde los 5 años escuchaba que los delincuentes “ya no son como antes”, que ahora te podían matar por robarte cinco mil pesos. (Mira tú: los bancos nos dejan endeudados en DICOM por los mismos cinco mil pesos y no es tan distinto). Tenía miedo también de hablarle a la gente, porque me sentía muy juzgado. El miedo también aparecía cuando algún desconocido me hablaba, cuando me sacaba una nota insuficiente, cuando estaba solo, en la noche, a los ratones, etc.

«Desde niño, el miedo era mi compañero constante.»

Ya tenía yo suficientes miedos en mi vida, hasta que un día me mandaron a comprar el pan al frente de la casa. Voy con mis tiernos 9 años y, sin querer, escucho una conversación entre una de las vendedoras y una clienta. Sin entender el contexto de la conversación, solo escucho la frase:

“… ¿qué le vamos a hacer? Si total… la muerte es parte de la vida.”

Me quedé boquiabierto mirando unos segundos la conversación y no supe qué pensar. Compré rápido el pan y salí corriendo a mi casa. Casi desesperado, necesitaba contarle a mi mamá lo recién acontecido y, con cierto tono de desprecio, ella me dijo: “Tienen razón, morir es parte de vivir.”

Eso me dejó un poco aturdido. La vida y la muerte eran, hasta entonces, dos conceptos opuestos que no se podían juntar en mi cabeza, e intentar integrarlos a esa edad me generó una incoherencia que, años más tarde, se convertiría en los primeros cimientos de una atribulada época de mi vida marcada por las crisis de pánico. Estas me costarían más de 10 años en superar.

Tenía 23 años, estaba recién titulado de psicólogo y creía que mi futuro estaba asegurado. Mi primer trabajo profesional era de director de dos programas sociales de una fundación, y sentía que mi vida solo iba a mejorar. No ganaba tanto, pero el cargo me hacía sentir importante. Llegaba a la hora que quería y me iba a la hora que quería también. Mi jefatura me quería porque era joven y tenía ideas nuevas.

«Parecía que todo iba bien, pero una tormenta se gestaba bajo la superficie.»

Cuando llegaba a mi casa, escuchaba videos graciosos, jugaba en mi computadora y sentía que todo iba muy bien. Sin embargo, se estaba gestando un malestar bajo la superficie. Tenía reuniones todos los días, metas inverosímiles, usuarios mayores que enfermaban frecuentemente (incluso fallecían), problemas contractuales, denuncias, sindicatos. En lo personal, estaba en una relación llena de malos tratos y malos momentos. Mi vida familiar estaba llena de alcohol y rencillas.

Hasta que un día —eran como las 11 de la mañana— entra Carabineros al recinto donde trabajaba. Era una visita cordial que hacían de vez en cuando para vincularse con la comunidad. Veo desde lejos a Carabineros acercarse y, en un acto incomprensible para mí en ese momento, decidí salir corriendo por la ventana de mi oficina.

«Corrí sin pensar. Corrí como si algo terrible fuera a pasar.»

Mientras corría me pregunté: “¿Qué mierda me pasa? ¿Por qué estoy corriendo? ¿Por qué tengo tanto miedo?” Me desmoroné emocionalmente y me escondí en la bodega. Las cocineras me rodearon y me acompañaron.

Salí, vi nuevamente a Carabineros, y volví a correr como si viera algo que atentaba contra mi vida. Me volví a encerrar. Lloré. Pero ahora había algo extra: tenía pánico. Miedo a morir. Y recordaba esa vieja frase de las personas en la panadería:

“La vida es parte de la muerte.”

Mi cuerpo tiritaba, sudaba profusamente, la idea de que iba a morir me atormentaba: lo desconocido, el dolor, la angustia, lo venidero. De aquí en adelante solo hubo pánico por unos meses. Me podía dar en cualquier lugar: antes de dormir, en la micro, en el metro, caminando por la calle, en el trabajo, con mi familia o con amigos.

¡Donde fuese!

Era tan angustiante saber que nunca iba a estar a salvo, que comencé a preguntarme si verdaderamente era tan terrible morir. Ahora es irónico: tenía miedo a morir, sin embargo, buscar esa muerte de una manera intencionada no era tan terrible como las crisis de pánico mismas.

Sí, pensé en el suicidio.

Comencé a beber más alcohol. Fumaba cerca de 30 cigarrillos diarios, comía todo el día y dejé el THC porque pensé que me hacía mal. Y sí, tenía razón, pero todo lo que estaba haciendo me hacía mal. No es la cannabis el gran argumento de mis angustias: era todo. Mis temas no mirados en mi infancia, mis vínculos de pareja llenos de complejos, mis adicciones, mi forma de ver la vida, mi relación con la muerte, mi pobreza de espíritu.

«Todo me tenía lejos de una versión más saludable de mí.»

Y les digo desde ya: si te aferras al miedo para superar las crisis de angustia, solo te quedarás en el mismo lugar sin moverte, como rodeado de trampas de ratas listas para cerrarse con fuerza al más mínimo movimiento.

«Y cuando cedas —porque pasará— caerás sobre una y desatarás una secuencia de angustia aún más compleja.»

Hay una gran máxima en psicología que no la enseñan mucho en la carrera, pero que es importante mantener:

«Si una persona está pensando en la muerte como una opción, hay que agotar todos los recursos para que deje de ser una opción real.»

Ese es el salto que te exigen las crisis de pánico en nuestra vida: que confíes.

Y la confianza nos exige valor:

  • Valor de enfrentar lo que nos aterra.
  • Valor para aceptar lo que nunca quisimos.
  • Valor para entrar en los terrenos que habíamos abandonado.
  • Valor para mirar lo que habíamos desechado.

Y yo, hasta ese entonces… era un cobarde.

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