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Un profesor le preguntó a sus alumnos si eran hinchas de algún equipo de fútbol. Nadie, o casi nadie, respondió. Alternativa uno, no querían responder; alternativa dos, no les interesa el fútbol; alternativa tres, no sabían que era hincha.

La pasión de multitudes pareciera que cada día tiene más de pasión que de multitud. El último mundial, sin la participación de Chile, lo sobrevivimos con bastante indiferencia, a pesar que la fiebre de Messi nos tocó algo más de lo debido.

¿Pero sabe señor, señora, joven? No estoy ni ahí con el fútbol. Yo solía ser futbolero. De niño jugaba, ni mucho ni muy bien, pero jugaba. Era de ir al estadio, seguir a mi equipo, cambiarme de equipo y volver al equipo original. Como estudiante universitario me alejé un poco, había que sostener esa facha de pseudo intelectual con cartel que dice: no me interesa el fútbol. Pero luego volvió a interesarme y entretenerme. De verdad creía en eso de pasión de multitudes, sentimiento popular, la marraqueta crujiente y todas esas sandeces. Pero ya no.

¿Cómo se llama eso en lenguaje académico? Cuando uno ve todo desde su propio lente, cuando creemos que lo que nos mueve es lo que mueve a todo el mundo. Bueno, eso, eso que arrastra a las masas a tener una misma preocupación.

No fue por decisión ni convicción, ni voluntaria ni involuntariamente, pero pasó. De pronto me di cuenta que no sabía si mi equipo había empatado, ganado o perdido, ni quiénes están arriba o abajo en la tabla de posiciones, mucho menos los nombres de los jugadores.

De pronto me di cuenta que no sabía si mi equipo había empatado, ganado o perdido, ni quiénes están arriba o abajo en la tabla de posiciones, mucho menos los nombres de los jugadores.

Y así, viéndome fuera de la cancha, fuera del estadio, dejando para prender la parrilla el suplemento deportivo y cambiando el canal cuando los noticiarios daban los resultados de la fecha, comencé a ver la vida con otro color.

Sin fútbol no había motivo para frustraciones o falsas alegrías. Y qué felicidad más grande abandonar esas pasiones.

Hoy, por curiosidad o morboso voyerismo, sigo viendo fútbol, de vez en cuando no más, uno que otro partido, y masoquistamente consumo algún programa. Pero los veo, con la cabeza, no con el corazón.

Desde fuera todo pierde sentido, la pasión, el fervor, el fanatismo con toda su ola de violencia desmedida. Finalmente, son tan pocos los que ganan con el fútbol y tantos los que pierden. Ganan las sociedades anónimas, si es que hacen bien sus negocios; ganan las marcas y fabricantes de poleras, legítimas y pirateadas; ganan los canales abonados, porque nunca basta con los servicios básicos de TV; ganan también algunos jugadores, algunos no más, igual que algunos árbitros de la comparsa y algunos entrenadores; ganan, por cierto, muchos inescrupulosos representantes y mánager; ganan las casas de apuesta; gana la FIFA, cómo no. Y pierden las multitudes que sostienen toda la pasión, pierden su tiempo y sus ingresos, pierden amistades y, por qué no decirlo, pierden familiares, pierden la libertad cuando caen en prisión, porque también se va preso por el fútbol. Y aunque tu equipo gane, igual que con tus candidatos políticos, al otro día te levantas igual a trabajar, y sigues ganando, como la gran mayoría, sueldos paupérrimos, que se hacen más escuálidos después de todo lo que gastaste en poleras de tu equipo, entradas y suvenires. Y aunque la marraqueta sea más crujiente esa mañana, igual perdiste, pero no te das cuenta.

Es el fútbol bussines, ese que tiene como embajadores y representantes a una pléyade de periodistas que se esfuerzan en hacernos creer que lo más importante es el fútbol, y te llenan de dramas y culebrones que tú sigues con gran atención, hablándote de la danza de millones, de los kilos y litros de más de tal o cuál jugador, de sus autos y mansiones de lujo, de sus parejas, de lo que se dijeron, de que se miraron, de la canción de Shakira o del chanta de Piqué. Porque ellos también tienen que ganar, y ganan inventando e inventandose contenidos de aperente y dudosa imprescindibilidad, porque si no ellos pierden. Y en este negocio, para que funcione, unos ganan y muchos pierden. Y los que pierden, como en la misma vida, son los que sostienen el negocio.

«Es el fútbol bussines, ese que tiene como embajadores y representantes a una pléyade de periodistas que se esfuerzan en hacernos creer que lo más importante es el fútbol, y te llenan de dramas y culebrones que tú sigues con gran atención, hablándote de la danza de millones, de los kilos y litros de más de tal o cuál jugador, de sus autos y mansiones de lujo, de sus parejas, de lo que se dijeron, de que se miraron»

«Por eso y por mucho más», como dijera y cantara Julio Iglesias, que alguna vez pasó por el Real Madrid antes de pisar los escenarios, es que ya no estoy ni ahí con el fútbol, igual que los alumnos de ese profesor, que cuando preguntó a sus alumnos si eran hinchas de algún equipo, solo escuchó por respuesta un indiferente silencio.

Hay algo más allá del fútbol, no todo es la esfera, la de los antiguos cascos de cuero o las modernas. En el mundo de los terraplanistas tampoco hay esfera, y viven de lo más bien.

Podría algún día cambiar de opinión, lo sé, pero el show frívolo y vacío que ofrece el espectáculo y el negocio del fútbol no tiene ninguna posibilidad de reencantarme. Para eso, el fútbol de la calle, de barrio, el de arcos con montones de ropa, el que se jugaba y aún se juega, sin importar ni el ídolo ni el equipo, el partido peleado, el todos contra todos, ese que con con tanta pasión relató Galeano.

Viejo Culiao

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