(Reflexiones en torno al libro “La Noche de las Estrellas”, de Luis Le-Bert)
La cueca, por mucho tiempo y para muchos chilenos y chilenas, ha sido como esa tía solterona que nos visita una vez al año, nos trae regalos y hay que celebrarla. La visita de la tía nos saca de la rutina y nos pone como en un ambiente de carnaval. Hasta que regresa a su hogar y no vuelve hasta la próxima primavera.
Pero también es evidente que desde hace algunas décadas la visita de la tía se ha prolongado más de lo esperado, y hasta se ha convertido en una allegada en nuestras vidas.
Es probable que uno de los responsables de esta especie de migración campo-ciudad de la cueca haya sido el grupo Los Tres, cuando a principios de los noventa llevaron hasta los estudios de MTV las cuecas choras de Roberto Parra. En esos años hubo muchos jóvenes que descubrieron que la cueca era algo más que la parsimonia de los pasos aprendidos para el acto folclórico o las higienizadas versiones de Los Quincheros o Pedro Messone.
De allí en adelante la cueca se hace parte del carrete, la juventud se hace “huachaca” y hasta actores de teleseries se visten de cuequeros. Conocidos son los casos de Daniel Muñoz y la 3 x 7 Veintiuna o Nicolás Poblete (el Turco de “Soltera otra vez”) con Los Piolas del Lote. Nuevos grupos de jóvenes mujeres también se toman el escenario de la cueca y nombres como Las Capitalinas, Las Torcazas, Las Niñas o Las Primas se hacen habituales en el circuito folclórico santiaguino.
Como podemos ver la cueca, hoy, es la tía solterona que se quedó a vivir con nosotros.
Sin embargo, aunque la cueca se haya despeinado y desordenado un poco y sus zapateos levanten el polvo, no sólo campesino, sino de los burdeles, clubes, bares y tugurios de los bajos fondos de las ciudades chilenas, por más popular que sea, huachaca y chora, tiene un gran ausente: el tambor. El tambor ha sido algo así como un convidado de piedra al baile, el infame y el renegado de la comparsa, el que no se ve pero se siente.
Veamos cómo se arma esta relación de cueca y tambor. Hasta donde es posible visualizar, ojos abiertos o cerrados, no es común ver tambores en un conjunto cuequero. Guitarras y acordeones, arpa, más guitarras…, pero en las manos de una corista un pandero, redoblando y retumbando al correr del pulgar mojado, también acompaña el tormento, sonido endemoniado y monocorde que le da ritmo al palmoteo. Quizás estos dos, pandero y tormento nos recuerdan a una lejana cueca con tambores. Algo se redujo el viejo tambor al tamaño de la palma de la mano o una como caja de tomates con sonajera adentro.
«El tambor ha sido algo así como un convidado de piedra al baile, el infame y el renegado de la comparsa, el que no se ve pero se siente»
Pero es que sí hubo una cueca con tambores, tambores tambores, en una época que denominamos “colonial” y que la historia oficial y los historiadores oficiales se han encargado de situar en un pasado lejano y remoto que casi ni nos pertenece. Pues como sostiene Luis Le Bert, líder y fundador de Santiago del Nuevo Extremo, investigador autodidacta de la cueca, el Chile que nos enseñaron que nace con la Independencia no se ubica en el inicio de nuestra historia, sino en la mitad. Hay otros 250 años para atrás donde ya existía Chile y donde existieron los primeros chilenos. Pero ojo, esos primeros chilenos no son los conquistadores españoles, ni los funcionarios de la corona, no son ni los gobernadores ni los soldados que pelearon una y mil veces contra los mapuches libres del sur del Biobío. Esos primeros chilenos son los que no están en las páginas de la historia de la colonia. Esta tierra, sostiene Le Bert, desde los inicios fue destino de andaluces, moros y gitanos, que cruzaron el Atlántico y trajeron su magia y su libertad. También fue destino de africanos, negros de Guinea, que la ruta de esclavos dejó repartidos en las inmediaciones de Quillota, o lo que se conocía en 1600 como el Valle de Chile. Y aquí ya estaban los mapuches. Y entre todos ellos nacieron los chilenos y “así nació la cueca, nuestra danza de libertad, así nació el caballo chileno, bello entre los más bellos, así nació nuestra voz de poesía, famosa en el mundo entero” (Le Bert, 2012).

«Así nació la cueca, nuestra danza de libertad, así nació el caballo chileno, bello entre los más bellos, así nació nuestra voz de poesía, famosa en el mundo entero»
Por eso podemos sostener, que cuando nació el otro Chile, el de la Independencia, el de una raza única, el de los decentes descendientes de europeos y criollos conversos a la cultura occidental, ya existían los chilenos de verdad, un cuarto de mapuche, un cuarto de moros, de gitanos y de negros. Y con todo ello la cueca, con djambé, con ritmo africano que se hermanó con el sonido del cultrún.
Esa cueca con tambores y panderos, con músicos mágicos de piel morena y ojos claros o de ojos negros y tez blanca, era poderosa fuerza creadora y liberadora, júbilo popular y carnaval. Hasta que el desorden era mucho y el tambor demasiado. Fue necesario poner orden. Para eso estaba la República, para poner orden y decidir lo que era fiesta y lo que no. El pueblo podía divertirse, pero a los ojos del patrón. La cueca estaba bien, pero sin tambor…”llegó la policía igual que antes, al orden no le gustaba el desenfreno de nuestro festejo; pueden continuar pero sin tambores, había dicho el oficial…” (Le Bert, 2012)
Llegó la policía igual que antes, al orden no le gustaba el desenfreno de nuestro festejo; pueden continuar pero sin tambores, había dicho el oficial…” (Le Bert, 2012).
Que el tambor haya sido excluido de la cueca, censurado, relegado y prohibido por la autoridad no es capricho ni cumplimiento de la ordenanza de ruidos molestos. Es que el tambor molesta mucho más que por sus decibeles. El tambor es África…, pero en Chile no hay africanos; el tambor es cultrún, el cultrún es mapuche…, pero a los mapuche hay que “pacificarlos”; el tambor es desenfreno…, pero al orden no le gusta el desenfreno. Así que mejor la tonada suavecita, la cueca de guitarras y arpas, bien de salón, elegante mejor. Que no se oiga el tambor.
Pero el tambor, aunque no suene se siente, ya sea en el pandero o en el tormento, en las palmas o en el zapateo, es el latir del corazón, latido telúrico de la tierra vieja o de la nueva, porque como el corazón la tierra siempre late. Y de tanto latir el tambor sigue quedando fuera de la fiesta, de la fiesta oficial. Igual que antes, llegó la policía y sacó el tambor de los estadios de fútbol, porque la autoridad quiere que veamos el partido sentados y en orden. Igual que antes, llegó la policía y no quiso que Valparaíso bailara al ritmo de los Mil Tambores (Comparsa popular organizada por grupos y centros culturales que pasea por las calles y cerros del puerto), porque la autoridad quiere que bailemos onda disco, rock and roll o reggaetón. Y donde sea que suenen los tambores llega alguien a querer aguar la fiesta.
Se termina creyendo que nuestra identidad cultural es sin tambores. Para eso se inventó un ideal de ciudadano que no tiene de negro ni de mapuche ni de moro ni de andaluz, menos de gitano. Y para ese chileno, producto de una construcción historiográfica, el orden vino a componer una cueca de orden, suavecita, linda y pintoresca, que nos recuerde que hay que trabajar la tierra y agradecer al patrón. Y terminamos creyéndolo… y nos olvidamos de los tambores. Sin embargo, pese a tanta oposición de autoridades a la mencionada fiesta de los Mil Tambores, sigue siendo una de las fiestas urbanas de más participación ciudadana en el país; pese a tanto “estadio seguro”, público y jugadores seguimos añorando y extrañando el bombo en los partidos de fútbol; pese a que nos metieron a la fuerza en axe y el regetón, llegaron las batucadas a prender cuanto carnaval y fiesta ciudadana por todo el país. Pues en todo ello está el ritmo del tambor, el que nos hace soñar y bailar en libertad y nos conecta con tantos pasados diversos, ricos y mágicos.
Y en la cueca tenemos todo eso. Si dejamos que la tía solterona se quedara todo el año en nuestra casa, ahora es tiempo de abrirle la puerta al tambor, o al menos imaginarlo, para ir andando por la vida a otro ritmo, al ritmo de la tierra, nuestro único y auténtico ritmo, donde se funden todos los colores que conforman nuestro pasado e identidad.
Por Rodolfo Follegati Pollmann, Magister en Historia PUCV, “El Profesor”.