-Esa es la Osa Mayor-me dijo mi abuelo, señalando el cielo.
–¿Por qué no se ve el sol de noche, abuelo?
-Porque la tierra gira.
Mis ojos estaban idos, sosteniendo la idea y llevándola lejos a todos los escenarios que en ese momento pude recrear.
-El sol es una estrella, ¿vos sabías?
–¿El sol también es una estrella?-le pregunté con un gran interrogante en la boca.
-Claro, es la estrella más grande de nuestro sistema solar.
Como vos, abuelo, pensé, sos lo más grande para mí.
Lo abracé y le dije que me iba a dormir, pero seguiríamos mirando el cielo en cualquier momento.
Mi niñez estaba fascinada con sus enseñanzas, los sábados que dormía en el campo eran los días más esperados de mi semana.
Sacábamos las sillas plásticas en dirección al monte y, bajo el manto azul, dibujábamos con los dedos uniendo las estrellas.
Mi abuelo sonreía y movía el bigote, tenía el corazón atravesado por un amor grande, mi abuela. (Todo lo que estuviera ligada a ella, aunque no fuera su sangre, sacaría de él su mejor parte.)
Un amor salvaje de campo, tan frondoso como los maizales, más hondo que el tanque australiano de la entrada, igual de desbocado que la yegua Estrellita, qué Ernesto cambió por vino.
Mi abuelo Juvenal Darío.
Me agarré a esa camisa a cuadros como un náufrago que encuentra la orilla y viví los años más dulces de mi infancia.
Mi abuelo acompañaba mis andanzas, cubría el resultado de mis desastrosos inventos, compraba para mi hermana Agustina y para mí tortitas negras deliciosas y me enseñó un pedacito de la vida de una forma hermosa.
Anduve retobada un tiempo: cuando los celos me escoltaban al verlo jugar con mi hermana. Mi yo de aquel entonces habrá sentido una falta de querer o no sé qué, pero a las pobres gallinas no les daban las patitas para disparar cuando yo me desquitaba y las corría.
Ese sentimiento feo me acompañó un tiempo largo; y de imprevisto un golpe preciso, que hoy, veinte años después, sigue ensordeciéndome y punzando finito en mi tejido blando.
Era marzo y hacía calor, la ventana de mi piecita daba al parque. Una hilera de cipreses de veinte metros amenazaba con llegar a mí todas las noches que el viento de tormenta soplaba.
Estaba inquieta, con un miedo durmiendo al lado.
Un pensamiento obsesivo me decía cosas feas al oído, y no había manera de poder callar la cabeza.
Se va a caer el sol, se va a caer el sol, se va a caer el sol.
Algo tan incoherente como inadmisible.
Terminó de aterrorizarme una luz que iluminó parte de la quinta, cubriendo el lapacho. Me tapé la cabeza con la sábana, supongo que esperando mi final.
Escuché una voz quebrada, un llanto de dolor y la insistencia de un llamado desesperado que suplicaba ayuda.
-Paula, abrime por favor.
Bajé de mi cucheta de un salto, me vestí, me calcé y me paré en el marco de la puerta, supongo que esperando indicaciones, no sé.
Mi corazón roto y ahogado comenzaba a colapsar.
Mi abuela en el living:
-Dame un vaso de agua, Paula.
–¿Venís del campo? Respondeme, ma.
-Sí, vengo del campo, creo que le rompí una costilla haciéndole RCP.
–¿A quién? ¿Qué pasó?-escuché.
–Darío se murió-soltó y se agarró como pudo, para desplomarse en la silla.
Yo me abracé un rato a mi cuerpo flaco, sintiendo el peso del mundo encima, y la culpa de haber estado experimentando un presentimiento y no saber contarlo a tiempo. Por supuesto que no hubo brazos para mí, ni me vieron ahí parada, hasta mucho después que papá nos agarró a Agustina y a mí, nos subió al auto y mi otra abuela abrió la puerta de su casa para que mi hermana y yo pudiéramos pasar lo que restaba de madrugada.
Agustina poco entendía. Con cuatro años y semidormida se fue directo a la cama.
Yo, rogando despertar de mi pesadilla. Mi sol se había caído.
Me comí las uñas de todos los dedos y un poco de piel también. Me tapé hasta el cuello. Lloré como cuarenta minutos.
La puerta se abrió y me senté. Yo no quería hablar con mi abuela P de nada. Yo lloraba porque necesitaba llorar. Creo que es muy importante darle tiempo al cuerpo para enfrentar un duelo, tan importante como la intimidad para sanar en silencio, el tiempo que nos lleve hacerlo. Abrí los ojos tanto como pude, al ver a mi abuelo entrar.
Una parte de él se presentó ante mí; la cabeza y el torso fue todo lo que vi.
-Chau, Florencia-me dijo.
-Abuelo, no me dejes-le respondí, como pude.
Me miró profundo, llevándome a la altura de donde se pone a las cosas importantes. Yo lo entendí. Fue a despedirse de mí, por esos celos infundados. Para demostrarme por última vez que sí me quería.
-Esperá, no te vayas- y cuando zamarreé a mi hermana para decirle que el abuelo había vuelto, pero que se despida rápido, él ya no estaba más.
Esa fue nuestra despedida, aunque a veces miro al cielo y le hablo. Lo imagino convertido en estrella, brillando, o viajando en la cola de algún viento. Lloviendo, mojando la hierba que crece indiscriminada en todos los campos, en el río que también nos acompañó, queriéndome.
Así lo mantengo vivo, en cada rincón donde sentí la vida magnificada.
En las noches despejadas, en los días de pleno sol.